Esta no es la típica entrada del blog, así que si no te interesa la actualidad del mundo del videojuego, quizás sea mejor que pares de leer aquí. Si estás al día, puede que sepas lo que es el #Gamergate, si no, es algo lo suficientemente importante como para escribir sobre ello aunque no esté directamente relacionado con la temática del blog.
Todo empieza con la desarrolladora Zoe Quinn haciendo un juego: Depression Quest.
Sigue con un ex-novio celoso que la acusa en Internet de mantener relaciones sexuales y personales con la prensa que evalúa sus juegos. La primera acusación se desmiente, la segunda parece que se confirma. Este hecho hace estallar la rabia del colectivo gamer de dos formas: los que están hartos de un periodismo -el del mundo del videojuego- plagado de corrupción, y los que están cansados que se cuestione el papel predominante del varón blanco heterosexual en el mundo del videojuego y tiene como misión “enseñar a esas zorras una lección”.
Ojo, porque el asunto es esquivo: vemos hilos en 4chan -base general de los trolls del segundo tipo- en los que buscan técnicas para hundir a reporteras feministas ocultando su misoginia y diciendo que es un asunto de ética.
El segundo paso llega cuando Anita Sarkesian, una youtuber que realiza crítica cultural sobre el videojuego desde una perspectiva feminista, recibe acusaciones de muerte y violación y tiene que abandonar su casa.
El asunto va cogiendo fuerza y 2 periodistas acaban dimitiendo, por una mezcla de miedo y frustración. Tras el hackeo de su e-mail, móvil, amenazas e incluso denuncias públicas por escribir sobre un juego en cuyo crowdfunding habían participado, ambas acaban dejando la profesión. Y mientras, esos autoproclamados #gamers festejan que los dominós siguen cayendo.
Es un tema complejo. Tan complejo que si se quiere hablar bien de él, es mejor remitir al análisis que hizo sobre ello gamesajare.
Y sin embargo, creo que debo decir algo más al respecto.
Me encanta jugar a videojuegos con mi novia. Nos hemos pasado el Left 4 Dead, Torchlight, Dead Island, Borderlands, casi todos los Halos… siempre en cooperativo. Y cuando no podemos, hablamos del Portal, del Bioshock, del Trópico, el Battleblock Theatre o el Octodad. Nos prestamos juegos en Steam, intercambiamos cromos y me dice que no juegue al League of Legends, que no le termina de coger el punto. Nos vemos documentales como Indie Game: The Movie o Free Game. Para que se entienda, tener como pareja a una persona que comparte un hobbie tan importante para ti es una de las mejores experiencias de mi vida.
Y aún así, a veces voy a enseñarla un juego, y me dan corte algunas escenas. Porque, ¿cómo se justifica los trajes de las protagonistas femeninas del Mass Effect? Hasta jugando a dobles al Rayman Origins me encuentro con hadas hiper-sexualizadas y me siento avergonzado por una elección de diseño tan innecesaria y zafia. De hecho, me da lástima que haya juegos a los que tenga manía y haya decidido no jugar porque muestran un discurso claramente machista. Obras con una narrativa genial y que son una experiencia divertidísima, que insultan sistemáticamente a la mitad de la población. Es absurdo.
El videojuego es un medio machista, no debería haber dudas al respecto. Ahora bien, si lo que vamos a lograr dejando entrar más mujeres en la industria es que haya más chicas como mi novia o que haya grandes juegos con los que no me sienta avergonzado ante ella, me parece que no solo no debemos impedirlo, sino que debemos incentivarlo.
Hasta hace poco tenía en mi bio de twitter la palabra “gamer”. Creía que decía algo de mí, mostraba un hobbie, algo a lo que le dedico más tiempo y esfuerzo que a casi cualquier otro aspecto opcional de mi vida, y sin embargo la apropiación del término que han hecho un grupo de misóginos inseguros me ha llevado a eliminarla. Quizás la vuelva a incluir cuando se calmen las aguas, de momento, espero que cada vez haya más mujeres jugando, criticando y desarrollando videojuegos, y convirtiendo este medio en algo más maduro, más rico y disfrutable.